Recursos - Biblicos-


En este espacio queremos compartir material que puedan llegar a ayudarnos en este comino de verdaderos discípulos misioneros...

COSECHAS LO QUE SIEMBRAS
La Palabra de Dios afirma:

El que siembra escasamente, cosecha poco. El que siembra generosamente, cosecha con abundancia: 2Cor 9, 6.

Depende cuánto y cómo damos, es la medida de lo que recibimos. El banco de la vida es justo y nos devuel­ve lo mismo que antes depositamos.
Además, San Pablo nos advierte, basado en su pro­pia experiencia:
Lo que uno siembre, eso cosechará.
Quien siembra en la carne,
cosecha corrupción.
Pero el que siembra en el espíritu,
cosecha vida eterna:
Gal 6, 7-8.
En el Cañón del Colorado paseaba un padre con su hijo de siete años. La mañana era calurosa y el sol resplandecía en un cielo limpio. De repente, el pequeño se cae, se lastima la rodilla y exclama: "¡¡aaaaa-ahhhhhhhhhü"
Para su sorpresa, oye una voz oculta que también se queja: "¡¡aaaaaahhhhhhhhhü"
Con curiosidad, el niño grita: "¿Quién está allí?"
Desde el fondo del Cañón, una voz le hace la misma pre­gunta: "¿Quién está allí?"
Enojado con la respuesta anónima, el niño prorrumpe: "Cobarde, ¿por qué te escondes?"
Del otro lado, alguien le contesta agresivamente: "Cobar­de, ¿por qué te escondes?, ¿por qué te escondes?"
El niño mira a su padre y le pregunta: "¿Qué sucede?"
El padre sonríe y le dice: "Hijo mío, presta atención". En­tonces le grita a la montaña: "Te admiro".
Desde el fondo del Cañón, alguien le confiesa varias ve­ces: "Te admiro, te admiro, te admiro".
De nuevo, el hombre exclama: "Eres un campeón".
La voz le responde: "Eres un campeón, campeón, cam­peón".
El padre susurra en voz baja: Te amo.
La voz le responde suavemente: Te amo, te amo, te amo.
El pequeño está asombrado, pero no entiende.
El papá le explica mirándolo a los ojos: "La gente lo llama "eco", hijo, pero en realidad es la vida".
Luego añade en voz alta: "Te devuelve cuanto le dices o haces..." "Te devuelve cuanto le dices o haces, cuanto dices o haces, dices o haces" repite aquella voz desde el fondo del Cañón

Cada uno cosecha y recibe lo que ha sembrado y dado.
Si anhelas más amor en el mundo, siembra amor a tu alrededor. Pero si deseas poco amor, da poco.
Si esperas felicidad, da felicidad a quienes te rodean.
Si quieres sonrisas y bendiciones, sonríe y bendice.
Si te gusta cosechar desprecios, desprecia.
Si deseas bienes materiales, compártelos.
Si buscas amigos, hazlos.
Si prefieres soledad, enciérrate en ti mismo.
Si te interesa un mejor ambiente ecológico, siembra un árbol y no contribuyas al sobre calentamiento del pla­neta.
Si necesitas que te escuchen, escucha a los demás. Si procuras buena salud, cuida tu alimentación y for­ma de beber.
Si quieres una mejor familia, atiéndela.
Si hasta el día de hoy has estado cosechando sole­dad, enfermedades, tristezas, traiciones, no culpes a los otros. Mejor revisa tu morral para identificar las semillas que has estado sembrando, y cambia las semillas si es necesario, para que, pronto, muy pronto, puedas cose­char frutos abundantes y permanentes (Jn 16, 8.16).
 

















Señor, percibo que hoy estoy cosechando lo que ante­riormente he sembrado.
Cuando sembré poco, coseché escaso, pero cuando sembré mucho, recogí en abundancia: Mucho amor o resentimiento, poca alegría o paciencia. Mucha esperan­za o confianza, poca salud y amistad. Cada vez que sembré vientos, coseché tempestades. Cuando sembré paz, me regresó con altos intereses. Si espigo corrupción y muerte, es porque antes invertí en la carne. Pero cuan­do sembré en el espíritu, he constatado frutos de vida eterna.
Por otro lado, Señor, yo soy el campo. Siembra tu Pala­bra que es espíritu y vida, viva y eficaz, para que dé fruto al ciento por uno (1Cor 3, 9; Jn 6, 63; Heb 4, 12; Mt 13,8).
Que el eco de tu Espíritu Santo, que sopla como quiere, multiplique con creces la vida en abundancia que tú siembras en mi corazón.

  NO TEMER LAS MALAS NOTICIAS

Un jefe de la sinagoga, y por lo tanto rígido cumplidor de la Ley, de nombre Jairo, fue a buscar a Je­sús para que atendiera a su hija única de apenas doce años, que agonizaba. Como no había tiempo qué perder, el Maestro se encaminó a toda prisa a la casa del funcio­nario. Pero en el camino una mujer que sufría flujos de sangre, interrumpió su paso, no sólo para ser curada, sino invirtiendo el precioso tiempo contando toda su histo­ria clínica y cómo había sido curada al tocar el manto de Jesús.Así se perdió el valiosísimo tiempo que era necesario para llegar a tiempo a la casa de Jairo. Entonces, llegan los siervos de la casa de jefe de la sinagoga para comu­nicarle la mala noticia de que su hija ya había muerto y que, por lo tanto, no había nada qué hacer. Lo desaniman diciéndole que ya era inútil cualquier esfuerzo, pues habían desaparecido los signos vitales de la niña. Jesús por el otro lado, le asegura que simplemente crea y tenga fe. El funcionario, con el corazón apachurrado, volteaba a uno y otro lado, sin saber a quién creer: Si a los siervos que le daban una mala noticia o a Jesús que le asegura­ba que la niña no había muerto, sino que simplemente estaba dormida (Mt 9, 18-26).
Nuestros periódicos y noticieros están llenos de notas rojas y amarillas que alarman y quitan la paz. De mil for­mas somos asaltados por acontecimientos alarmantes de terrorismo, injusticia, robos; e, infelizmente, también nos­otros nos convertimos en profetas de desventuras que propagamos los reportes negativos de accidentes, enfer­medades y corrupción.Por otro lado, tenemos la Palabra y Promesa de Je­sús, que asegura:
No temas, simplemente ten fe: Me 5, 36.

Nosotros, y solamente nosotros, decidimos a quién escuchar y a quién creer. Para no caer en el pesimismo y la desconfianza que desaniman y quitan fuerzas, el Sal­mista nos invita a no acoger las malas noticias:
No tiene que temer noticias malas, firme es su cora­zón, en YHWH confiado: Sal 112, 7.

Carrera de sapos

El 31 de diciembre se reunían los sapos y las ranas del pantano para su competencia anual. El objetivo era llegar a lo alto de una montaña antes de las doce de la noche.
Al atardecer, comenzó la contienda con los brincos de los competidores, que no dejaban de sonreír, con la espe­ranza de obtener el premio de la carrera.  La multitud de curiosos no creía que pudieran alcanzar la cumbre y miraban con desconfianza el desfile de sapos y ranas. Entonces, comenzaron a decir en voz alta:
- Esos sapos no lo van a conseguir. Es imposible. Qué pena. La montaña es muy alta. No van a poder.
Los sapos más viejos desistían, desanimados por los comentarios de los demás: Es verdad, no podemos; no vale la pena seguir adelante, aseguró convencido el pri­mero. La montaña es demasiado alta, dijo otro, mientras que uno más aseguro: Además, ya no hay tiempo.
Ante los permanentes y crecientes comentarios negativos de los circunstantes, otros sapos también fueron claudi­cando; convencidos de que se trataba de una misión im­posible. Sólo un pequeño batracio no dejaba de saltar, con una sonrisa de oreja a oreja.
Entonces, todas las palabras y comentarios de desánimo se centraron en el sapito. A veces en coro, a veces dife­rentes animales, le decían con la mejor de las voluntades:
- Ni te esfuerces, no vale la pena; eres demasiado pe­queño; si otros no han podido, tú menos. ¿Para qué te cansas? Es inútil, no vas a llegar. Ya no hay tiempo.
Pero el sapito seguía saltando, sin que le influyeran los presagios negativos, mientras las campanas comenzaban a indicar que estaba terminado el tiempo. Pero, antes de la última campanada de las doce de la noche, el sapito cruzó la meta, ante el aplauso y la admiración de todos los animales del pantano.
Las cámaras y los reflectores lo rodearon. Los periodistas le preguntaron cuál había sido su secreto para alcanzar la meta y vencer las predicciones y opiniones negativas.
El sapito no contestaba. Le insistieron para que revelara su secreto. El sapito sacó un papel donde estaba escrito: "Soy sordo".
 La sordera ante los las posturas de derrota, es la vacuna para no contaminarnos de tristeza o desánimo. Las palabras que se albergan en nuestra mente tienen un efecto inmediato; para bien o para mal. Por eso, hay que cerrar la puerta al pesimismo.





No puedes evitar los amargos frutos de la frustración de los demás, pero sí eres capaz de inmunizarte contra sus estragos. No permitas que personas con mente nega­tiva derrumben las mejores y más ricas esperanzas de tu corazón. No consientas que los vientos de las críticas apaguen la llama de la esperanza.
Sé sordo al negativismo y pesimismo, así como a quienes desconfían de ti, asegurándote que no puedes realizar tus sueños. Si atiendes y das crédito a quienes te hacen temblar con noticias alarmantes y negativas, vas a vivir en el temor y la zozobra.
Somos receptores tanto de buenas como de malas noticias, pero nosotros tenemos la capacidad de abrirnos a las primeras y cerrarnos a las segundas. Por eso, el Salmista nos invita a no recibir las malas noticias.
Sin embargo, las voces más peligrosas, no vienen de afuera, sino de dentro de nosotros mismos. Por eso, sé sordo a tus gemidos lastimeros que te convierten en víc­tima y te conducen a la autocompasión. No te creas cuando del fondo de tu corazón brota una voz que repite: "No puedo, no vale la pena, es imposible".
En nuestro interior también generamos fantasmas que nos asustan, como aquella noche de tormenta en el Lago de Tiberíades, el miedo hizo que los discípulos con­fundieron a Jesús con un fantasma revestido de noche.


No cures, Señor, mi sordera. Hazme sordo para las malas noticias.

Que no escuche ni se alberguen en mi corazón los pen­samientos negativos que crean actitudes pesimistas y destructivas.
  Hazme sordo cuando me dicen que no puedo, que es imposible y que no vale la pena.
  Hazme sordo, Señor, para no escuchar a los profetas de desventuras, pero al mismo tiempo, transfórmame en alegre mensajero de buenas noticias que no apagan la mecha que humea, sino que creen en milagros y esperan contra toda esperanza (Mt 12, 20; Rom 4, 18), porque mi fe está cimentada en que un muerto ha resucitado al ter­cer día.
  De manera especial hazme sordo a mis voces internas que aparecen como fantasmas para desanimarme y des­alentarme. Que no me deje influir, ni siquiera por mí mis­mo, cuando el cielo se tina de gris o el mar amenace con tormentas.
  Y cuando vengan a decirme que ya no hay nada que hacer, Señor, hablame más fuerte y repíteme: Ve, tu fe te ha salvado. No tengas miedo. Amén.
 



LA ESPERANZA NUNCA FALLA
Existe una virtud a la que no se le ha dado su de­bida importancia hasta el día de hoy: La esperanza. Se le llama, la hermana menor entre las virtudes teologales. Sin embargo, San Pablo la valora de forma especial:
La esperanza no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu San­to que nos ha sido dado: Rom 5, 5.
La prueba que el Apóstol da, es irrefutable: Dios ya derramó su Espíritu. Espíritu que renueva la faz de la tierra en nuestros corazones y nos hace vivir nuestra sal­vación en la esperanza (2Cor 1, 22; Rom 8, 24).
La virtud de Abraham no fue simplemente la fe, sino su fe expectante. El anciano patriarca de Ur de la Caldea, supo "esperar contra toda esperanza" (Rom 4, 18). Cuando el cumplimiento de las promesas parecía ilógico y hasta contradictorio, él siguió esperando:  (Abraham) esperaba la ciudad asentada sobre cimien­tos, cuyo constructores Dios: Heb 11, 10.

CUATRO VELAS




En una amplia sala, cuatro velas compartían su luz en las una tarde de verano. Cuando el crepúsculo diluyó los colores y se alargaron las sombras, un triste diálogo surgió entre ellas:
La primera vela, dijo con sollozos:
-Yo soy la paz... Yo no sé qué hago encendida en este mundo. Los hombres anteponen la guerra, la violencia y el terrorismo. Yo, mejor, me apago... Y se fue murien­do...
La segunda vela, afirmó con decepción:
-Yo soy la verdad... Ya no sirvo para nada en este uni­verso. Las personas prefieren vivir en la mentira y el engaño. Me han rechazado y se mienten los unos a los otros. Yo no tengo ya nada qué hacer en este planeta. Mejor, voy a desaparecer de este mundo...
La tercera vela se levantó con tristeza:
-Yo soy el amor... Yo ya no tengo fuerza para mante­nerme viva. La gente ya no cree en el amor: Los matri­monios se divorcian y las familias se dividen. Reina el egoísmo por doquier. Prefiero extinguirme... Y se fue apagando...
David, un niño de siete años, entró lentamente a la sala que era iluminada tenuemente por la última vela. Le dio miedo y comenzó a llorar.
-Tengo miedo. Ha desaparecido la paz, la verdad y el amor. El mundo, mi mundo, está en tinieblas. No quiero vivir en este caos tan oscuro.
La última vela, la única que continuaba encendida, ilumi­nó las lágrimas de sus ojos y le dijo:
-         David, no llores, no tengas miedo. Mientras yo perma­nezca encendida, yo puedo volver a prender todas las velas que estén apagadas. Yo soy capaz de comunicar luz otra vez a la paz, la fe y el amor.
El niño preguntó:
-         ¿Tú eres capaz de encender otra vez la luz de la paz, de la fe, y del amor? ¿Quién eres tú? ".
La vela respondió:
-         David, yo soy la esperanza. Mientras yo permanezca encendida, no todo está perdido.
El niño repitió:
-Tú eres la esperanza. ¿Mientras tú permanezcas en­cendida, no todo está perdido?
-         Con mi luz se pueden volver a encender la paz, la ver­dad y el amor.
El niño tomó la vela de la esperanza y encendió las otras tres, mientras proclamaba: "Con la esperanza logramos encender todas las velas apagadas".
Las otras velas repitieron a coro: "Con la esperanza se encienden todas las velas apagadas”

 La esperanza hace posible lo que esperamos y podemos encender todas las velas apagadas.

Así como Abraham vio el día del Señor que espera­ba, nosotros podemos ya vivir nuestra salvación en la esperanza (Jn 8, 56; Rom 8, 24).
Así como el suicidio es la puerta falsa para quienes perdieron la esperanza, la fuerza interna que permitió la sobrevivencia en los campos de concentración, o con la cual David venció a Goliat, fue también la esperanza.
A nosotros nos corresponde ser profetas de esperan­za, que podemos anunciar que el valle de huesos secos, vuelve a la vida, gracias al Espíritu de Dios que es capaz de renovar todas, sí, todas las cosas (Ez 37, 1-14).                                                    
  Puedo perder todo, menos la esperanza que me ayuda a recuperar lo que ya antes había extraviado para vis­lumbrar lo que todavía no recibo, y sobrevivir en la oscu­ridad de la vida, y aún más, encender otras velas que hoy se han extinguido.
Quiero ser misionero de la esperanza en ese matrimonio roto, en esa enfermedad incurable, en esa depresión desgastante  o en ese laberinto que parece que no tiene salida.
Sólo necesito una nueva efusión de Espíritu Santo, que me haga esperar contra toda esperanza; que si el Espíritu de Dios resucitó a Jesús de entre los muertos, también puede resucitar cuanto está apagado en mi cuerpo, mi alma y mis relaciones con los demás.
Necesito la esperanza que el valle de huesos secos, es­pecialmente el mío, puede volver a la vida y que son po­sibles los prodigios, milagros y curaciones el día de hoy.

  



Papá Adán y mamá Eva
(Génesis 2,7. 21-23)
 



Nos cuentan las viejas historias, cuando todavía no se había inventado el papel no la imprenta, que Dios, despues de haber hecho la luz y las estrellas, los peces de todos los tamaños, la tierra, las rocas, las montañas y los precipicios con todos los animales que los habitan, vio todo, se dió cuenta que no le había salido tan mal la cosda, y decidió coronar la creación con algo "super". Pensó:
-¿Qué haré? ¿Algún ábgel con diez motores y cuatro alas? ¡Un mundo nuevo en el cual se apriete un botón y salgan las ideas y las buenas acciones, como quien presiona el botón de una máquina expendedora, y se llena un vaso de gaseosa? ¡O, por qué no, un pareíso en serio, donde gocemos de una eterna primavera: sin inundaciones, sin terremotos, sin sarampión, ni desempleo, ni contaminación, ni cancer,  sin inflción, ni recesión, sin villas miserias, ni miserables en las villas, sin dolor, sin... sin...? Y siguió , y suguió pensando......
Entonces, como si se encendira una luz vieja, descubrio lo que siempre quiso: haría un hombre y una mujer, mejor que la más bella piedra, el más jugoso fruto, la más ágil gacela... Mejort que lo mejor hecho en los primeros cinco días de trabajo. Y una vez que pensó obró. y esa obra tuvo dos nombres: Adán y Eva. Hombre y mujer. Miró el fruto de su buena idea y no pido menos que pegar un fuerte grito: ¡Aleluia, jupi, jupi! Y se acotó a descansar, pues la jornada había sido dura: hacer un pequeño mundo que resumiera y perfeccionara todo, no era pavada...
¿Qué significa todo esto? Que tanto vos como yo, nocimos hace muchícimo tiempo, cuando los ríos daban sus primeros pasos. Que tanto vos como yo nos llamamos Adan y Eva. Que tanto vos como yo, tenemos necesidad de reir y de llorar, luchandopor la vida, pero no contra la vida. que tanto vos
como yo caminamos hacia un punto final, hacia allí donde nace el arco iris.